Por Licenciado Agustín Dellepiane
Consideramos a la ludopatía una adicción silenciosa, en principio, porque el silencio invisibiliza, y esta enfermedad es una de las que más tiempo ha permanecido escondida. Nos encontramos en la época de las adicciones en las que parecería que no hay signos que revelen una problemática: internet, las pantallas, los videojuegos. Quizás, en esta serie, la pionera y el paradigma sea la adicción a los juegos de azar. A todas ellas las llamamos adicciones silenciosas.
Estábamos acostumbrados a que las adicciones fueran ruidosas, olorosas, visualmente descifrables, en relación a cómo afectaban a las personas. Así, tambaleos, desequilibrios al caminar, gente dormida en la calle, olor a alcohol, cirrosis, ojos dilatados, mandíbulas duras, restos de cocaína en la nariz, taquicardias, delirios, alucinaciones, sobredosis, cuerpos obesos o con delgadez extrema, vaciado de heladeras y alacenas, envoltorios de comida escondidos, vómitos, y otras, delataban a una persona en su consumo adictivo.
Por eso, para el entorno (familia, amigos, compañeros, médicos e incluso algunos terapeutas) no es fácil descifrar cuándo alguien se ha vuelto ludópata, ya sea porque no pueden verla porque el adicto esconde, o porque si la ven, la miran con otros ojos: la piensan como un vicio, una distracción o una forma de relajarse frente al estrés de la vida cotidiana. Por otro lado, estás actividades están socialmente permitidas e incluso promocionadas.
En la persona afectada también puede observarse que la ludopatía es una enfermedad que crece de forma silenciosa. La persona no se da cuenta de lo comprometida que está, la niega, piensa que puede dominarla, que con un golpe de suerte resolverá todos sus problemas, hasta que es demasiado tarde: la enfermedad ya ha echado raíces en él o ella, ha crecido de forma sostenida y fuerte, y las secuelas han madurado gravemente. La dificultad para registrar el progreso de la enfermedad se debe a que el sujeto está atrapado gozando de algo que no se comparte con cualquiera, que incluso a veces no se comparte con nadie, y que a su vez lo absorbe de forma completa.

A nivel social, más que silenciosa, ha sido silenciada. Así como en su momento ha sucedido con el cigarrillo, durante mucho tiempo el estado y la industria del juego han escondido debajo de la alfombra los problemas que genera el juego compulsivo en la población. Por eso hoy en día no es posible saber de estadísticas confiables que nos informen cuántas personas sufren de la compulsión al juego y qué porcentaje de los que juegan se vuelven adictos. Incluso, durante muchos años (y todavía hoy en día), asociarla a la categoría de vicio y no de enfermedad fue la forma más efectiva de
silenciarla.
Un adicto al juego, ludópata o jugador compulsivo puede ser cualquier persona que queda atrapada en la escena de los juegos de azar. Es decir que empieza a jugar como un entretenimiento, pero que, por algún motivo, encuentra algo ahí de lo que no puede salir, no puede dejar de apostar, lo necesita. A medida que va progresando su vínculo con el juego, empieza a perder el control sobre el dinero y el tiempo, quitándole interés a todos los aspectos de su vida (familia, trabajo, amigos, hobbies), hasta quedar enfocado exclusivamente en esa actividad. Se sentirá irritado e intranquilo cuando no pueda ir a jugar y continuará apostando a pesar de los problemas que le cause y de las deudas que contraiga.
Resulta esencial difundir esta problemática, con la noción de que cuánto más rápido podamos atender a los pacientes ludópatas mejor será el pronóstico. Como en el cuadro El grito de Edvard Munch, la idea es que las personas afectadas por el juego compulsivo y/o su entorno puedan pasar de ese grito, ahogado por el silencio que produce la enfermedad, a un llamado de auxilio.